Jesús al encontrarse con los discípulos se dispone a escucharles, les permite desahogarse y sacar fuera su amargura, para luego, tocando sus heridas colmarles de amor y de vida.
Es lo que haría Jesús ahora mismo en nuestro dolor por la pandemia, nos escucharía, nos abrazaría, nos consolaría y nos devolvería la esperanza y la alegría que muchos vamos perdiendo cuando vemos a tantos hermanos nuestros que nos dejan y que no podemos siquiera despedirlos ni enterrarlos.
Jesús curaría nuestras heridas y nos lanzaría a la vida. Pero una vida diferente, renovada, quitando la primacía al poder y al tener y poniendo atención a lo esencial, a nuestro ser como personas. Nos enseñaría a cuidar nuestra madre tierra, con la certeza de que si ella está sana todos esteremos también curados.
Sabemos que Dios está en nosotros como lo estaba en Jesús, entonces podemos ser el hombro sobre el que puedan descansar los más afectados en esta situación, podemos ser las manos de Dios. Podemos compartir lo que tenemos, dar esperanza, hablar de la vida aún es medio de tanta muerte. Porque nuestro corazón al igual que el de los discípulos de Emaús aún sigue con Dios.
A los discípulos la muerte les destrozó, y pensaron que todo había terminado; pero a nivel subconsciente, permanecía un rescoldo que terminó siendo más fuerte que las evidencias palpables.
El episodio de Emaús nos advierte que es posible caminar junto a Jesús y no reconocerlo. Habrá que estar mucho más atentos si de verdad queremos entrar en contacto con él. El único camino para encontrarlo es el que conduce al corazón. Si los ojos de nuestro corazón están abiertos, lo descubriremos presente en todos y en todo.