Los que tenemos la experiencia de sembrar, sabemos que normalmente se retira la mala hierba hasta dos veces durante el crecimiento para que de buen fruto. Esto no funciona así en las personas, el trigo y la cizaña coexisten, son inseparables. Luz y sombra son parte de nuestro ser.
Por años se ha entendido que la tarea es quitar nuestras sombras, para vivir con lo bueno, pero eso es una lucha sin fin, porque mientras más negamos e intentamos sacarla, la sombra toma fuerza.
¿Entonces que tenemos que hacer? Abrazar nuestras sombras y limitaciones, acariciar nuestras heridas con ternura. Entonces, estas se convertirán en luz, como oro que ilumina desde dentro y nos dispone a abrazar a los demás tal y como son.
Tampoco podemos evitar equivocarnos, y es casi la única manera de aprender. Además, cada obstáculo se vuelve una oportunidad.
Aceptar nuestra fragilidad también nos conduce a la humildad, y a sentirnos necesitados de Dios y de los demás. Cuando nos sentimos tristes estamos a un paso de la alegría, del reencuentro y la felicidad.
La plenitud es entonces, aceptar el dolor elegantemente, atravesarlo con maestría, sin sumarle el sufrimiento que nace de la no aceptación de nosotros mismos y de la realidad tal y como nos llega. Sumamos sufrimiento cuando tratamos de evadir la realidad, culpar a los otros por lo que nos pasa o culparnos a nosotros mismos.
“Si te empeñas en cerrar la puerta a todos los errores, dejarás inevitablemente fuera la verdad”. Proverbio oriental
“El objetivo del cristiano no es alcanzar la perfección, sino aceptar al otro a pesar de sus fallos.”