En el silencio del todo

Hola, soy Sara del Pilar, Nací en Máncora, (Perú) cerca al mar. He venido de Quito (Ecuador) donde he vivido 30 preciosos años de mi vida. Los últimos años estuve en Rosario (Argentina) por motivos de estudios, regresé a Ecuador a fines de 2019, cansada de los libros y de la ciudad, sentí que necesitaba parar para descansar y volver a empezar. Me dediqué una semana a recuperar mi cerebro y me volví a conectar con amistades agradables, que por motivo de mi vida agitada había alejado, una de esas personas es la Hna. Jeaneth Andino, (MDR) a quién conozco de años atrás y con quién he compartido la vida y el trabajo; fue ella quien me invitó a venir a la selva peruana por un año. Desde aquel momento, pensé que algo bueno se acercaba a mi vida, no quería perderlo, por eso, rápido acepté la invitación y comencé a preparar el viaje, vendí mis cosas, regalé otras, legalicé títulos y me despedí de las amistades queridas, con un “regreso en diciembre”.

Llegué a Perú en febrero del 2020, después de pasar unos días reparadores con mi familia, viajé a la selva, al distrito de Sepahua, el martes 3 de marzo del 2020. Con Jeaneth habíamos organizado viajar juntas desde Ecuador, cosa que no se dio, yo me sentía más segura con ella, aunque soy peruana, me sentí extranjera en mi propia tierra, los muchos años fuera del país me hacían extraña.

 Por vez primera, viajé por el río en un bote grande por siete horas, estaba en medio de mucha gente, de muchas cosas, música a todo volumen, un televisor grande para ver películas; el río tenía mucha agua a gran velocidad, empecé a sentir miedo, busqué mi chaleco salva vidas, no lo encontré, un hombre me dijo: siéntese, en el camino se lo dan (nunca me dieron). De pronto salimos, por un momento, sentí que estaba en peligro y comencé a rezar de miedo. A medida que el bote se alejaba del pueblo, el ruido y el miedo desaparecieron. Me sentí tranquila y segura, saqué mi termo de café puro, tomé una taza mientras miraba la belleza del paisaje, el bote corría cerca a la orilla, paraba en algunos lugares para dejar gente, en otros para que suban los vendedores de comida.

 Seguimos el camino bajo una tarde ya fría, la velocidad del bote tiraba el agua a los lados, sentí que me alejaba más y más en medio de la vegetación, otros barcos se cruzaban y nos saludaban con alegría, de pronto llegamos a Sepahua.

Bajé con mi maleta pequeña donde traía la computadora y algunas fundas de café.  Subí a un motocar en dirección a “La Misión”. Me recibió Fray Ignacio Iráizoz, muy amable y cercano, me llevo a la casa de profesores donde me quedaría por tres días, porque yo viviría en la “Casa Verde”. Las hermanas “Misioneras Dominicas del Rosario”, me esperaban en su comunidad con la comida y el café calientito, me acogieron con amor puro, me ayudaron a desempacar, me sentí en casa, muy querida desde el principio.

En miércoles 4 de marzo, me puse bonita y me fui al colegio con muchísima ilusión, ser profesora en mi país, y en la selva peruana, me llenaba de alegría, me encontré con algunos docentes del colegio “Padre Francisco Álvarez”. Pasé tres días conociendo la metodología de trabajo y escuchando el programa del año. Algunas fiestas escolares como sembrar, pescar, limpiar los caminos, preparar comidas con los padres de familia, vender y bailar era algo atrayente, diferente a lo mío, me llenaba de ilusión, comenzaba a apoderarme del lugar. Tres días fui al colegio, luego todo quedo ahí, porque comenzamos la “Paralización Social” en todo el país por la pandemia del COVID-19.

Esa semana, el P. Ignacio me entregó la “Casa Verde” donde viviría todo el año, la compartiría con dos profesoras más, que estaban en camino, y que, con la pandemia del virus, pues no llegarían.  Busqué la mejor habitación y desempaqué mis cosas. La casa era grande para una persona, un gatito chiquito llegó, le llamé Selva, en honor al lugar.

En esta casa, tuve experiencias, que me llevaron a enfrentarme conmigo misma. En las noches escuchaba todo tipo de ruidos, animalitos caminaban, la luz se iba, la lluvia empezaba, los truenos y relámpagos hacían más difícil la noche. Yo empezaba a rezar a todos los santos que viven en el cielo para que me cuiden. Una noche llegó un animal feo y muy mal oliente, estaba en el techo sobre mi cama, me dijeron que era un zorrillo de campo, que lo deje tranquilo para que descanse porque en la madrugada se iba. Así fue, lo dejé estar y empezó a correr la noche.

Cada día el P. Ignacio y las Hermanas me preguntaban cómo estaba y yo respondía: “Estoy bien, aprendiendo y adaptándome”. Muchas veces había dicho eso a mis estudiantes, solo que ahora me tocaba vivirlo y realmente estaba difícil. Hasta que me encontré con las culebras, me llenaba de pánico, le llamaba al padre Ignacio y le decía: “encontré una culebra” y él me respondía: “he rezado para que ninguna te muerda”.

 Aracely, una profesora de la zona, vino a acompañarme, su presencia me dio seguridad y con ella aprendí muchas cosas, como a usar el machete, con el cual un día, maté una culebra y aprendí también, a cortar plantas. El padre Ignacio contrató personal para cortar y quemar todas las plantas alrededor de la casa, se hizo una limpieza general y decía a los hombres que trabajaban: “que quede bien limpio para que ninguna culebra se asome”.

Las hermanas Mechita y Yuri (MDR) venían a la “casa verde” para saber cómo iban las cosas, en una de esas visitas me invitaron a vivir con ellas en su comunidad para que duerma bien.  Mechita y el Padre decían que las culebras eran de la zona, que solo necesitaba tener cuidado de no molestarlas. Intenté hacerme amiga de todo lo que me daba miedo, comencé a vivir la realidad, decidí asumir las consecuencias de mis decisiones con serenidad, confianza en mí, en Dios y en las personas que me cuidaban.

Una noche caminé con la Hna. Mechita a la cocina de la comunidad por un café, de pronto, vi una culebra pequeña en el piso, le mostré a la hermana, ella con toda la serenidad, la miro y le dijo: “quítate del camino, estas en un lugar equivocado” y con pie la tiro al césped. Me quede admirada, y añadió: “No les tengas miedo, son animalitos del campo”. Las hermanas y los padres viven felices en medio del peligro. Me han dicho que si el virus llega a este lugar todos íbamos a sufrir mucho, por eso, el padre Ignacio dijo en una predicación: “aquí estamos conectados con toda la comunidad por Radio Sepahua, con la vida en las manos de Dios y si nos toca morir será porque así Dios lo decide”

Cada día traía sorpresas, la inmovilización por el COVID-19, fue parte de esta experiencia, todo se había juntado en un mismo tiempo y espacio. No dependía nada de mí, solo tenía que dejar estar la realidad, sin pelear más con nada, ni con nadie. En el encierro, comencé a pensar, qué quería decirme Dios con todo esto, quería encontrar la respuesta al por qué estoy donde estoy. Tiempos atrás, había pedido a Dios un espacio para descansar, porque mi vida llevaba mucha prisa, en mi cabeza había de todo y la contaminación de las grandes ciudades estaba afectando mi salud.

De pronto sentí que Dios me había respondido trayendo a este lugar lleno de paz, donde se puede escuchar el canto de muchos pájaros, el sonar de la lluvia, donde el cielo se llena de estrellas cada noche y la luna y los relámpagos a lo lejos, iluminan la oscuridad y la paz de la selva; donde solo se ve, la camioneta de la policía, de vez en cuando pasar, y donde se escucha el motor de los botes pasando con poca gente. La vida aquí no tiene prisa, el tiempo de inmovilización, me llevó a parar obligadamente y pude escuchar a Dios calmar mi vida tan agitada, de pronto era como estar de vacaciones en el paraíso, en mi trabajo hacía poco, quería conocer a los estudiantes para quienes había venido, nada se dio como se planificó, decidí vivir el día y hacer bien lo poco que tenía por hacer.

Estoy agradecida a las Misioneras Dominicas del Rosario, a los sacerdotes Dominicos, por facilitarme esta experiencia que de seguro me hará más humana, y perfeccionará mi labor profesional como docente, lo que he compartido aquí, es poco comparado a lo vivido, no encuentro las palabras para expresar tanta bondad y belleza encontrada en Sepahua. Ahora por el resto del tiempo que me queda, lo dedicare a dejarme sorprender por Dios y por las personas que están cerca de mí“Dios les pague por el privilegio de la experiencia”.

Sara del Pilar Guerrero Marchan

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