¿MARTIRIO SIN MUERTE? ¡IMPOSIBLE!

“Existe el martirio de aquellas personas que son llevadas a la muerte por no renegar a Jesucristo… ¡Pero también está el martirio cotidiano, que no comporta la muerte pero que también es un “perder la vida” por Cristo, cumpliendo el propio deber con amor, según la lógica de Jesús…!”

Papa Francisco, Ángelus del 4 de julio 2013.

– “¡Apúrate que ya pasa el autobús!”, le grita la hna. Teresa desde la cocina a la hna. Carmencinha.

– “Ya voy”, responde ella, mientras cambia la blusa blanca del uniforme de su congregación por una color rosa. Desde el pueblo donde está su comunidad se dirige temprano a la capital, pues va a las oficinas centrales de Migración a continuar con la interminable gestión de su residencia. Por eso procura no ir vestida con los colores de la bandera, para no llamar la atención ni prestarse a malos entendidos. De por sí, sabe que por el solo hecho de ser religiosa y extranjera ya tiene puesto un asterisco por parte de las autoridades. Supo de unas monjas que meses anteriores no le permitieron la entrada al país, y eso que una de ellas era nacional. Todo porque portaban en sus bolsos camisetas alusivas a la nación y banderas, lo cual fue catalogado como “artefactos que atentaban contra la paz social”.

Carmencinha sale de la casa de prisa, hasta llegar a la esquina donde podrá abordar el transporte colectivo. Una vez en él, se acomoda junto a la ventana. Prefiere este lugar, porque puede ir contemplando el paisaje, tomando el aire y hasta dormirse sin cabecearse mucho. La gestión de hoy le da un poco de miedo, pues la última vez que entró al país fue llevada a un cuarto pequeño y semi-oscuro para ser largamente cuestionada. Esto porque la aerolínea no le envió a tiempo el cuestionario que debía llenar previamente, solicitando a Gobernación que le permitiera entrar al país. Y, encima de eso, la coordinadora de la comunidad no envió a Gobernación la solicitud de entrada, 7 días antes de su ingreso. Pero bueno. Se pone en las manos de Dios mientras reclina el asiento y cierra los ojos.

“¡Qué barbaridad! Las religiosas, religiosos y sacerdotes somos vistos como un peligro para la nación” -se decía en sus adentros-. “No podemos expresarnos desde el evangelio, pues se nos reprime; ni siquiera se puede sacar una procesión. Todo ello porque no pensamos ni actuamos como ellos quieren. Ven la fe y a quienes viven desde ella como amenaza”. Casi musitando estos pensamientos, se quedó profundamente dormida.

– ¡¡¡Dios Santo!!!- gritó, despertándose de manera abrupta tras el autobús dar un frenazo por una mala maniobra del vehículo de enfrente. Pasado el susto, miró su reloj y se dio cuenta de que había dormido casi dos horas. Enderezó el asiento, apoyó el lado derecho de su cabeza a la ventana y continuó con el monólogo interno: “¡Hay tantas cosas que gritar, y no puedo! Sé de algunas hermanas de otras congregaciones que, para evitar intervenciones y otros problemas con sus obras callan o, aún peor, se ponen de parte del poder dominador. Otras han caído en cansancio y desanimo, sin mencionar el miedo que les acompaña.  Sin embargo, otro grupo significativo nos hemos mantenido en resistencia, con esperanza, realizando nuestra misión evangelizadora con tacto, pero también con sagacidad”.

Recuerda lo compartido en un correo con su provincial: “No niego que a veces siento impotencia, frustración y hasta resignación, llegando a ver el futuro con desesperanza. Pero, junto a mis hermanas de comunidad, hacemos el esfuerzo cada día de animarnos, pues la gente cuenta con nosotras y nosotras con ellas. Comprendo que antes me desempeñé en varias misiones con ardor y empuje en contextos sociales y eclesiales de profecía. ¡Fueron tiempos de gloria! Pero hoy me toca ser religiosa en tiempos eclesiales de apocalíptica”.

Carmencinha saca su celular y, entrando a la galería, empieza a pasar fotos para distraerse y que el viaje no se le haga tan pesado. De repente, se encuentra con una foto de grupo que le roba una sonrisa. Se trata de un encuentro de Vida Consagrada en el que participó. Identifica algunas personas conocidas y con ello vienen gratos recuerdos de la reflexión de aquel día: “La Vida Consagrada está llamada a pasar de la profecía a la sabiduría, al saber estar, a ser fecunda empujando vida desde abajo, en silencio, de manera sencilla, permaneciendo, escuchando, concientizando bajito, gestando conciencia en secreto”.

La hermana levanta su cabeza, abre la ventana y deja que el aire fresco le roce la cara. Musitando la afirmación anterior se da cuenta que va muriendo cada día: muriendo a las propias pretensiones de misiones exitosas donde ella puede tener un papel más protagónico y “salvador”; misiones de contextos proféticos, en donde se puede denunciar, proponer y hacer; misiones más satisfactorias cuyos resultados salen más a la luz.

Va gastando sus días, sus ilusiones, sus esfuerzos en este contexto adverso que vigila, controla, persigue, hostiga, coarta, oprime, genera más personas empobrecidas, resta oportunidades y calla a la fuerza. No puede hacerse sorda al grito de tanta gente que sufre hambre, enfermedad, desempleo. Constantemente le resuena en su interior la pregunta que la gente del asentamiento le ha dirigido a ella y sus hermanas: “¿Ustedes también se van a ir y nos van a dejar”? Y se le mueven las entrañas.

Va dejando la vida entre la gente que se junta para rezar, para meditar la palabra de Dios, para aprender más sobre catequesis y biblia; entre la gente que, bajito y en confianza habla, habla y habla, hasta vaciarse en un desahogo desesperanzado; entre los jóvenes y las jóvenes que aún se reúnen en la Pastoral Juvenil como espacio seguro y de acogida. 

Y mientras dirige el pensamiento a las primeras comunidades cristianas, que permanecieron fieles a la fe en Jesús entre las catacumbas, de la parte delantera del autobús anuncian que han llegado a la última parada. Es entonces que Carmencinha se da cuenta de que llegó a la capital y de que está a tres cuadras de su destino final.

Acabamos de leer la historia de Carmencinha, muy parecida a la de tantas religiosas que están presentes desde sus particulares carismas, en contextos adversos a la fe. En una iglesia apocalíptica, como religiosas el martirio cotidiano nos ubica en el plano de caminar junto a las personas, más en una actitud de ver, estar y escuchar que de “resolver”, “solucionar”.  A veces como consagradas nos ha poblado una sensación de abatimiento y frustración por no haber sido “salvadoras” de ciertas situaciones y personas. Nos cuesta caminar al lado, pues tradicionalmente hemos sido quienes caminan delante liderando o detrás empujando. La espiritualidad vivida por las primeras comunidades cristianas, sin embargo, nos convierte en compañeras que acompañan y se dejan acompañar: “Yo soy pueblo” es una frase que he de rezar cada mañana al despuntar el día y prepararme para la jornada.

¿Qué más martirio que perder la vida cada día, paso a paso, sorbo a sorbo, cumpliendo mi deber, ejerciendo mi misión con convencimiento y pasión? ¿Qué más martirio que el de despertar cada día en la disposición de permanecer en medio de la aparente “esterilidad” e impotencia, aun con otras posibilidades de misiones más satisfactorias y multitudinarias?

¿Qué más muerte que el querer denunciar, salir a protestar, gritar, expresarme libremente, entrar y salir de mi casa sin ser vigilada, usar públicamente una bandera del país, orar en los encuentros de fe de las comunidades cristianas por las realidades de muerte que nos agobian, hablar abiertamente con una persona, sin necesidad del secreteo o sin la desconfianza al vilo… y no poder?

Sea cual sea el lugar en donde nos toque estar presentes como mujeres consagradas, nos mantenemos en la fidelidad a la llamada de Jesús y nos siguen inspirando sus palabras:

“Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará”

(Lc 9, 24).

Anónino

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