“ADONDEQUIERA QUE YO TE ENVÍE IRÁS…” (Jr 1, 7)

El envío misionero emana desde un acto de fe y confianza en Dios y se realice el deseo humano en apoyar a los demás en “algo”. Este algo, nos lleva a las costas o a las montañas en una aventura y una experiencia inesperada y más bien, guardada, que permanecerá en el corazón toda la vida.

Como misioneras, estamos a la escucha, con ojos abiertos a la realidad de nuestro entorno y una disponibilidad de ir y salir de nuestra tierra de nacimiento, dejándose guiar por otros en concreto. No es porque nuestra tierra de origen no necesita de misioneros, sino que, en un momento dado, estamos repartidos según la necesidad, para dar respuesta a la posibilidad de echar la mano a un trabajo o apostolado en la Iglesia. Agradezco un montón a muchas personas que me formaron y apoyaron para lograr ser parte de esta obra de caridad y entrega.

En 2001 aprendí por primera vez una lengua nueva en tierra extranjera. Fue cuando, recibí una nueva asignación después de mis votos perpetuos. Considero que amaba la lengua mucho antes de conocerla en frases y mucho más antes de poder hablar con un hablante de la población.

Sentía como Timoteo o Juan el apóstol, entre las grandes misioneras que tuve que convivir. Eran hermanas que viven aun con entusiasmo muchos años de vida religiosa. Ciertamente no era una niña, ni nací ayer, pero me pregunté a mí misma ¿qué puedo hacer entre estas mujeres? Me acuerdo cuando el profeta Jeremías dijo: “¡Ah, Yahvé! Mira que no se expresarme, que soy un muchacho.” Y Yahvé le dijo: «No digas, “Soy un muchacho”, pues adondequiera que yo te envié iras, y todo lo que te mande dirás.»

Así, fue realmente lo que me ocurrió. Por dos meses, iba con el librito de palabras en el delantal en cualquier tarea que pude apoyar a las hermanas (cuidando pollos, regando plantas, cocinando con las chicas, ensayando cantos con los del orfanato, curando sarnas y pasando buenas horas de juego con ellos). Lo más sorprendente era la Eucaristía, donde el cura dio homilía larga que no comprendí nada. Así, fue pasando el tiempo, un tipo de “sorda-muda” y ni sé, de que los niños me decían o si reían de mí. Una incapacidad tremenda, que requiere bastante humildad, de aprender con niños como mis grandes maestros y amigos. Esto, me dio un empujón para aprender el idioma, para saber y comprender como hablar para apoyar a la comunidad y a la parroquia.

En verdad, no soy tan fácil de sorprenderme, pero encontré en realidad, una lucha para aprender a vivir, aceptar nuevas maneras de hacer y convivir con ellos. En aquellos momentos, recé a Nossa Senhora de Aitara (en Soibada), casi todos los momentos en solitario, mirando desde nuestra veranda la Capilla en la cima de una montaña cerquita. Me sentía como una de las niñas que me enseñan a rezar el rosario, de aprender El Padrenuestro y también en cosas cotidianas como preparar comidas al estilo timorense. Me estaba sintiendo inútil en hacer algo por no saber hablar ni expresar lo que sentía ni lo que quería hablar. En la comunidad, me apoyaron en todos y fue conveniente para mí, porque había dos hermanas timorenses que hablaban el inglés y que fueron a mi ciudad para su formación religiosa. Aunque hablan en portugués, que apenas comprendía, determine aprender Tetun porque quería comunicarme a los niños y la gente de la parroquia. Creo que verdaderamente, el deseo es el gran plus para la misión o en cualquier cosa que queremos mejorar. Siempre, el deseo de cambiar mi propia manera de ser es un reto, porque requiere volver a mi fe. Por tanto, es necesario tener clara la razón para estar en esas “montañas de la vida” o en lugares inhóspitos tan retirados de la civilización. Todo es posible cuando ponemos la confianza en Dios y en la comunidad, aunque frágil que sea, por amor de lo que queremos seguir haciendo para los demás.

También, hubo tiempos de frustraciones, porque lo que quería y que creía como normal para aprender de ciertas edades de la vida estudiantil en el orfanato, no fue ideal, ni logrado tampoco posible en el contexto en aquellos tiempos. Mi incapacidad debilitaba mi paciencia como también mi tolerancia de las cosas que no tenía idea, y los niños sufrían conmigo. Sentía que toda mi ilusión de enseñar como profesora fue en vano. Tenía que rechazar mi propio impulso, aprender de nuevo, para lograr vivir y caminar con ellos. Consiste en evitar ser la protagonista en muchas ocasiones, en no espectar en cambio, más que dejarse ser llevada al conocimiento de una nueva realidad, que la fe fundamenta.

En aquella montaña aislada, sentí a Dios más cerca y me dio la felicidad, me enseñó la sencillez de la vida y la alegría en ser libre del “no tener” sino en “ser”. Nada fue fácil, pero fui feliz sin necesidad de muchas cosas, ni del internet. Además, sentí el cuidado y amor de la comunidad, el cómo los niños me apoyaban en momentos que necesitaba sus ayudas. Aprendí a cuidarlos, trabajar con ellos y amarlos con toda mi alma. Me parecía que estaba conociendo un rostro escondido del Dios bondadoso.

Todos los días, cuidábamos la huerta sembrando plátano, maní, melón, maíz o cosecharlos en tiempos duros para la comida de más de setenta personas en casa, quienes dependían de la providencia de Dios a través nuestro y del pueblo. La mayoría habían perdidos a sus padres en la guerra del 1999. Muchas veces, a pie cruzamos montañas, ríos y largos caminos cuando el único transporte se estropeaba por llevar tantas cargas de cosecha. Aprendí una gran lección con unas aspirantes que me ayudaron mucho: “qué hacer”, cuando llovía mucho o cuando el sol era insoportable. También, qué hacer en aquellos ríos de aguas frías “Mota Boarahun” que se inundaba constantemente. ¡Que no se cruce cuando el borde del rio está llena de agua hay veces hasta pasar tres días!” Se trataba de aprender sobrevivir con el frio, hambre y sed hasta que alguien que vivía cerca, nos daba algo para comer. Los vecinos nos ofrecían café o té con “aifarina o ailuka” (tapioca). Esto, me enseñó a confiar en los desconocidos, de esperar con paciencia y prudencia – es, como ser uno de los vivientes en cualquier sitio del mundo donde te encuentres. Observar y tratarles como a ti misma. Así, con la fe en el Buen Dios y la esperanza puesto al corazón, la ley de oro nos impulsa realizarla y más bien, acostumbrar a vivir con libertad los grandes mandamientos de Jesús.

Al final, la parábola del Buen Samaritano en Lc 15, se explica bien en la manera de ser y vivir la misión compartida con los demás. El aprender a ver, “bajando de tu caballo”, el compadecerse, curando la herida, montarlo en tu propio modo de transporte, es, en sí, el acto de caminar y compartir la vida con los hermanos. Es, el don de estar, de escuchar y sentir como sienten los demás, como buscan y luchan para sobrevivir la dureza de la vida y, por supuesto, regocijarse en pequeñas victorias logradas en comunión. Esto, para mí, es una manera de ser como seguidores del Quien vivía con sus amigos en las estaciones y belleza de la vida donada por el Padre de todos. Caminando con ellos por los caminos, compartiendo la vida y la Palabra que da vida.       

Nini Rebollos (Madrid)  

 

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